Dos palabras perturbadoras

En los anuncios que Jesús hace de su Pasión hay algo que provoca la rebeldía de los apóstoles; también la nuestra. Se trata de ese «tiene que», esa consciencia de que la humillación y muerte del Mesías no son sólo una desgracia futura, sino un padecimiento necesario.

El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.

¿Por qué «tiene que»? ¿Acaso no podía hacerse de otro modo? ¿No podía el Hijo de Dios redimir al hombre sin pasar por el oprobio y la muerte? ¿No podríamos nosotros seguirlo por otro camino?

No. No podía hacerse de otro modo. Porque se trataba de derrotar a la muerte, y a la muerte no se la derrota huyendo de ella. Había que encararla, sufrirla, abrazarla y vencerla para abrir en ella esa puerta santa de la Cruz.

En cuanto a nosotros, no nos quejemos. La peor parte se la ha llevado el Señor. Porque Él se sumergió en un mar de tinieblas habitado por Satanás, mientras que nosotros nos abrazamos al Crucifijo, en el que Cristo ha tomado posesión de la muerte y la ha convertido en Amor.

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