Dichosos los que mueren en el Señor
Vino Cristo a la tierra como ladrón. A la hora que menos pensaba el dueño de la casa, abrió un limpísimo boquete en el alma de una mujer inmaculada y, a través de ese boquete, entró en la Historia y le arrebató a Satanás su botín. No sólo le robó las almas de los hombres, sino que le robó también la muerte.
Ese robo tuvo lugar en la Cruz. Y la muerte, que hasta entonces era signo de suprema maldición, se convirtió en el acto de amor más sublime que jamás vieran los siglos. Ante la muerte de Cristo, la tierra retembló estremecida, como tiembla la esposa al ser abrazada por el esposo. Dichosos los que mueren en el Señor (Ap 14, 13).
Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. Morir no es, simplemente, exhalar el último suspiro. Morir en Cristo es ir entregándose en amor poco a poco, segundo a segundo, a través de sufrimientos, contrariedades, y actos de abnegación. Todos exhalaremos ese último suspiro, pero no todos daremos fruto abundante, sino aquéllos que hayan derramado generosamente su vida. Sólo ellos mueren en el Señor. Benditos sean.
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