Corazón penitente
En tiempos de Jesús, los judíos hacían multitud de actos de penitencia: ayunaban, se vestían de saco, se echaban ceniza, ofrecían sacrificios expiatorios… Pero a Dios, si atendemos a los profetas, parecían no gustarle aquellos actos, y acusaba a su pueblo de darle un culto vacío. ¿Qué les faltaba?
Una pecadora vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
A los judíos les faltaba lo que esta mujer tenía en abundancia: espíritu de penitencia. Es la conciencia de haber pecado, el dolor de sus culpas, y la certeza de que no es digna del perdón. Se postra ante Cristo como se postraría ante Dios, pero sabe que el Maestro no le debe nada. Por eso no se atreve a pedir, sólo ama. Y en ese acto de amor sincero y tierno está su gran obra de penitencia, la que conmueve a Jesús y le lleva a decir: Tus pecados están perdonados.
Vale más un acto de contrición sincero que mil penitencias vacías.
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