¡Bendito cuerpo, benditos miembros!

He celebrado la Misa de cuerpo presente por una feligresa. Minutos antes, estuve velando sus restos. Y no cesaba de admirarme ante el misterio de ese cuerpo. Esos labios habían recibido, hace dos días, el cuerpo eucarístico de Cristo. Esas manos habían desgranado miles de veces las cuentas del rosario. Esas piernas habían recorrido cada día el camino que separaba su casa del templo… Ese cuerpo –me decía a mí mismo– necesariamente, tiene que resucitar cuando haya pagado sus sábados. Sí. Hay sábados que pagar. Esos labios, esas manos, esas piernas, también pecaron.

¡Bendito cuerpo, el de María Santísima! El rostro de la Inmaculada es el rostro más hermoso que jamás poseyó mujer alguna. Su vientre fue santuario donde el Verbo Divino habitó. Sus pechos fueron alimento del Niño Dios. Sus manos vistieron con cariño a su Creador. Y jamás esos miembros ofendieron al Altísimo. Todo es pureza en ellos.

¡Cómo iba a ser pasto de gusanos un cuerpo que hizo las delicias de los ángeles! Ellos lo llevaron al Cielo, a donde pertenecía. Y nosotros, llenos de alegría, vemos en ese tránsito la dignidad que, como hijos de Dios y de María, heredaremos gozosos cuando hayamos pagado nuestros sábados.

(1508)