Juan es la campana. El aldabonazo. El grito. El disparo al aire que paraliza al pianista y acalla a todos en la sala. Tenía que ser así: fuerte, contundente, lapidario, incluso amenazante. ¿Cómo, si no, iba a atraer la atención en medio de semejante griterío?
Es como el truco del profesor. Cuando ve que los alumnos están distraídos y sus palabras se pierden en el aire, dice «sexo», y todas las cabezas se levantan y lo miran. «Ahora que he captado vuestra atención, continuemos la clase».
Pero, en el caso de Juan y de Israel, hacía falta algo más fuerte. Y más verdadero. Llamó a los judíos «camada de víboras». Los amenazó con ser talados como el árbol derribado por el hacha. Despreció su título sagrado de «hijos de Abrahán». Acusó públicamente de adulterio al rey de Israel.
Un hombre así, en un mundo así, tenía que acabar muerto. Murió decapitado. Fue el precio por atraer la atención de los hombres hacia el Mesías.
Nosotros procuramos no molestar, no decir nada que provoque, no herir la sensibilidad de un mundo que se precipita en la muerte. Pero no acallaremos el griterío con sonrisas falsas y poemas vacíos. Necesitamos provocadores. Mártires.
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