María nos lleva a todos la delantera. Nos representa, nos marca el camino y nos humilla a la vez, porque nos aventaja en todo. Riega con lágrimas las primeras horas del día de los días, porque Cristo ha desaparecido de su vista y lo cree muerto. Llora porque no ve al Señor. Pero la gente no llora por eso. La gente llora porque ha perdido el trabajo, porque tiene estrés, o porque ha fallecido un familiar. ¿Quién llora porque echa de menos a Cristo? Y, sin embargo, no hay, en este mundo, una herida más dulce ni un dolor más amoroso.
Entonces, a través de las lágrimas, lo encuentra: Jesús le dice: «¡María!» Ella se vuelve y le dice: «¡Rabbuní!». Pero, entre el «María» y el «Rabbuní» sucede algo. Es el acto de reconocer, la iluminación del alma. Lo mismo sucedió entre el «vio» y el «creyó» del discípulo amado ante el sepulcro. En ese cruce de miradas entre Jesús y María se llena de luz el alma hasta entonces poblada de tinieblas.
Busca un sagrario. Póstrate y míralo fijamente. Escucha cómo el Señor pronuncia tu nombre y deja que el alma se llene de luz. Llámalo: «¡Jesús!». ¿Estás llorando?
(TP01M)