No puedo creer en un cristianismo que no duela. Ni en una iglesia que sea lo más parecido a una sauna o un club termal al que acude la gente a relajarse. Creo firmemente en la Cruz de Cristo. Y sé que hay en ella gozos inefables y dulzuras celestiales. Pero también fuertes dolores; dolores dulces, dolores de Amor, que llenan de ternura el alma a la vez que taladran el corazón. No puedo creer en un cristianismo en cuyo centro no esté la Cruz.
Acudes al templo a rezar y tienes tus delicias en el sagrario, pero no te quema por dentro del dolor de tantas almas que no creen… Hablas de las maravillas de tu comunidad cristiana, pero no ves más allá de ese grupo, no lloras por tantas ovejas perdidas, y no estás dispuesto incluso a morir por anunciarles a Jesucristo.
¡Y no queréis venir a mí para tener vida! Está llorando Jesús. Llora desde la Cruz, porque ha abierto una fuente de agua limpia y los hombres no quieren acudir a beber.
Me alegro de que estés compartiendo las dulzuras del Amor de Cristo. Pero, si no compartes también sus dolores, aún no puedes llamarte cristiano.
(TC04J)