Leemos «idolatría» y pensamos en el becerro de oro, en los baales, o en el politeísmo griego. No recuerdo que nadie se haya acercado a mi confesonario acusándose de ser un idólatra. Quizá yo tampoco lo haya hecho. Pero, rezándolo bien, la idolatría es un pecado muy actual y próximo a nosotros.
Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Seguro que quienes leéis estas líneas, y quien las escribe, amamos a Dios y buscamos su gloria. Pero, en la medida en que buscamos algo más que no sea Dios, idolatramos, porque ya no tenemos un único dios.
Dios y el dinero. Dios y mi prestigio. Dios y mis bienes. Dios y un cuerpo perfecto. Dios y mis planes… Cuando todas esas cosas no las buscamos por Dios, sino por sí mismas, las convertimos en dioses y obligamos a Dios a compartir con ellas el sacrificio de nuestras vidas.
El dinero para Dios. El prestigio para Dios. Los bienes para Dios. El cuerpo para Dios. Los planes para Dios. Cuando san Josemaría Escrivá se vio cubierto de calumnias dijo a Dios: «Señor, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?». Ésa es la verdadera religión.
(TC03V)