Solemos referirnos a ella como la «parábola del pobre Lázaro y el rico Epulón». Lo de Epulón nos lo hemos inventado, ese nombre no aparece en el Evangelio. Pero, como rima con «opulencia», bien está…
… O no. Yo quiero poner en cuestión todo el concepto. ¿Quién era, realmente, el pobre, y quién era el rico? Porque comer langostinos y beber Macallan, contra lo que muchos piensan, no es sinónimo de riqueza:
Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen.
He ahí el verdadero banquete, del cual el pobre Epulón no probó bocado (me temo que sus hermanos tampoco). La riqueza de Lázaro es Dios, son las Escrituras, es el favor del cielo. Y deberían ser, también, nuestras riquezas y nuestro banquete en esta Cuaresma.
Su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche (Sal 1, 2).
Y es que, a pesar las apariencias, no estamos llamados a pasar hambre en Cuaresma, sino a sentarnos a un banquete y saciarnos del mejor alimento, la mejor comida y la mejor bebida. Pasamos hambre en el cuerpo para saciar el alma. Que más vale cuerpo hambriento y alma saciada que cuerpo saciado y alma enflaquecida.
(TC02J)