El rostro de un recién nacido siempre dice «Dios». Pero, conforme crece, el rostro va diciendo Juan, Alberto, Yolanda o Macarena. El rostro es la ventana abierta al alma y el caño por el que se desborda el corazón. No todos saben leer los rostros; hay quienes nunca miran a la cara. Pero el rostro de una persona habla más que todas sus palabras. Hay rostros herméticos de muertos en vida, y rostros luminosos por los que escapan las claridades del espíritu.
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro (Sal 28, 8-9). Buscamos un rostro, anhelamos la contemplación del rostro de Dios, porque ese rostro es la belleza suma.
Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió. Pedro, Santiago y Juan no querían bajar del Tabor. Aquella hermosura era el cielo en lo alto del monte.
Poco después, Pilato mostró al mundo un rostro lacerado y humillado. ¿Reconocerían en aquel rostro cubierto de esputos y ultrajes la misma belleza que contemplaron en el Tabor?
Si no apartas por asco la mirada, busca sus ojos y la reconocerás. Y entenderás por qué, en el Gólgota, hicieron tres tiendas María, Juan y Magdalena.
(TCC02)