Una vez más, se yergue en el horizonte del desierto, como enseña, el Crucifijo:
Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.
Si tomas estas palabras como un imperativo moral de conducta, tan sólo generarás mala conciencia. Has pasado de largo delante de demasiados pobres. Pero estas palabras están pronunciadas en primera persona por Jesús; son un autorretrato de Cristo crucificado. Él es quien tiene hambre, quien grita su sed desde el madero, quien fue forastero en esta tierra, quien fue desnudado por los soldados, quien enfermó hasta morir en el Gólgota, quien estuvo preso en el sanedrín.
Por eso, antes de flagelar tu mala conciencia, dedica un tiempo a la contemplación serena y amorosa. Mira al Crucificado y enamórate. Porque quien no se enamore del Crucifijo, como han hecho los santos, jamás comprenderá las bienaventuranzas. Pero quien se enamore del Crucifijo reconocerá las llagas de Jesús en los dolores de los hermanos. Y ponerse a su servicio ya no será el fruto de un imperativo moral; será, sencillamente, una cuestión de amor.
(TC01L)