A voz en grito, aquella bendita anciana hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. ¿Quién, entre aquellos judíos, no aguardaba la liberación de Jerusalén? Probablemente, no la hicieron caso; la dieron por loca y siguieron su camino. Pero, aunque la hubieran creído, se habrían equivocado. Porque aquel niño no liberaría a Jerusalén del yugo romano.
También se equivocaron cuando, treinta y tres años más tarde, lo recibieron en la ciudad santa con palmas en las manos, esperando de Él que promoviera una sedición. Jesús no había venido a eso. Menudo chasco.
Volvamos al Niño, escuchemos a Ana. Ese Niño es un auténtico libertador, pero el yugo que viene a romper no es el de Roma, sino el del pecado. Os escribo, hijos míos, porque se os han perdonado vuestros pecados por su nombre (1Jn 2, 12).
Pero no olvidemos que esa liberación se produce cuando nos atamos a Él con lazos de Amor, cuando tomamos su yugo suave y nos convertimos en cónyuges suyos. Muchos siguen sin entenderlo, quieren una libertad sin ataduras. Pero, por extraño que parezca, la libertad verdadera viene de una dulce atadura. Sólo quien voluntariamente se ata a Cristo es libre.
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