Comía hace poco con un sacerdote, hermano y amigo. Y, a mitad de la comida, se me quedó mirando y me dijo: «Fernando, necesito silencio. Lo necesito más que nunca». ¡Qué bien le comprendí! A mí me sucede exactamente lo mismo. Necesitamos silencio, no para esquivar ruidos ni molestias, sino para escuchar a Dios. Cuando eres niño y te enseñan a rezar, te dicen que rezar es hablar con Dios. Pero, conforme pasan los años y te adentras en la vida espiritual, te das cuenta de que lo mejor de la oración es escuchar a Dios. Y esa escucha requiere silencio.
Escrito está: «Mi casa será casa de oración»; pero vosotros la habéis hecho una «cueva de bandidos». A mi amigo tan sólo le respondí que a mí me ocurre lo mismo. Pero, cuando se marchó, me quedé pensándolo. Y me di cuenta de que los sacerdotes seculares –como vosotros, los laicos– no podemos apagar el ruido del mundo, salvo cuando hacemos ejercicios y en nuestros momentos de oración. El resto del tiempo necesitamos crear silencio interior, expulsar del alma pensamientos vanos y preocupaciones inútiles y pasar el día, mientras atendemos a unos y a otros, pendientes de él, escuchándolo.
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