Rezar no siempre es rendir culto. Cuando, desde nuestra pobreza, oramos para pedir favores al cielo, estamos implorando, pero no rendimos culto. Rendimos culto cuando, como en la santa Misa, nos ofrecemos a Dios. Cristo rindió en la Cruz el culto supremo al Padre, y a ese culto incorporamos nuestras ofrendas.
Cuando la Virgen, según nos cuenta la tradición, con apenas tres años de edad se presentó en el templo y se consagró a Dios, ofreció un culto limpísimo, que fue consumado en el Calvario, junto a la Cruz de su Hijo.
Volvamos de nuevo la mirada al santo sacrificio de la Misa. Allí se hace realmente presente la ofrenda del Gólgota; allí estamos, junto a la Virgen, al pie de la Cruz de Cristo. Y allí, sobre el altar, ofrecemos nuestro culto.
Ten presente a la Virgen durante la Misa. Y, al llegar el momento de la presentación de ofrendas, entrégale tu vida («te ofrezco en este día, alma, vida y corazón») para que ella la suba al altar. Así, cuando Cristo descienda a la patena y al cáliz, junto a la vida de su madre recogerá también la tuya, y ambos, junto a Él, quedaréis consagrados a Dios.
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