Mucha gente se equivoca con la parábola de las minas. Lees que el noble llamó a diez siervos suyos y les repartió diez minas de oro, y te imaginas a los siervos montados en un range rover y viajando de mina en mina con el cedazo, tratando de sacar oro del agua. Pero no. Resulta que la mina, en tiempos de Jesús, era una moneda que equivalía a, más o menos, tres meses de salario. Tomando como base el salario mínimo, unos 3.500 € por mina de oro. Pero centrémonos en lo importante, que se me va el espacio:
Cristo ha puesto oro en mi alma. Lo dejó allí el día de mi bautismo, lo incrementa en cada comunión y en cada absolución. Es una fortuna. Y no me la ha dejado para que me quede mirándola, ni para que me la cuelgue al cuello en una medalla, sino para que negocie y la multiplique.
Las semillas dan fruto sembrándolas en tierra; el oro da fruto haciendo negocios, tratando con la gente, en el «cuerpo a cuerpo». No puedo quedarme en casa, ni en el templo. Tengo que tratar a mucha gente, tengo que contagiar mi fe a los demás.
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