Parece que nuestros contemporáneos hubieran descubierto ahora el Apocalipsis. Los discursos tremendistas sobre el cambio climático y el «vamos a morir todos» nos llevan de la mano al final de «El Planeta de los simios»: «¡Malditos! ¡Lo habéis destruido!»… Como si no lo supiéramos. Una mujer me anunciaba hace unos días que han comenzado a abrirse los siete sellos. ¡Horror! ¡Y yo con estos pelos!
Aquel día, el que esté en la azotea y tenga sus cosas en casa no baje a recogerlas; igualmente, el que esté en el campo, no vuelva atrás. El Apocalipsis comienza el mismo día en que Cristo asciende al cielo. Desde entonces, este mundo se desmorona y se acercan los cielos nuevos y la tierra nueva. Los primeros cristianos vieron claros signos del cumplimiento de aquellas profecías en tiempos del Imperio Romano. Y que vamos a morir todos no es ninguna noticia. Vivimos sobre un polvorín.
Me gustan esas palabras de san Ambrosio: «Huyamos de aquí». O las de san Pedro: Escapad de esta generación perversa (Hch 2, 40).
Pero las puertas del cielo están abiertas. Por eso renunciamos a los bienes de la tierra y nos precipitamos en los bienes eternos. Estamos a salvo.
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