Decían ser un grupo cristiano, pero a mí me parecía otra cosa. Empezaban a contarse su vida unos a otros: «¡Soy un desastre! He vuelto a perder la paciencia con mi hijo». «No tengo remedio, he gritado otra vez a mi mujer». «Lo mío es terrible, no me levanto por las mañanas ni un día a mi hora, y llego siempre tarde al trabajo». Y, tras ese concurso de a-ver-quién-es-peor-que-yo, todos añadían: «Pero ¡cuánto me quiere Dios! ¡Qué bueno es! ¡Él me salvará!». Ninguno jamás habló de su lucha, de sus esfuerzos por vencer al pecado. Estallé y me marché cuando uno dijo: «He aprendido a reconciliarme con mi pecado».
Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Nadie podrá salvarse por sus fuerzas. Pero nadie se salvará sin haberse esforzado. La santidad requiere renuncia, abnegación, sacrificio. Recrearse en el propio pecado e invocar, a la vez, la misericordia de Dios no es cristianismo, sino estupidez. Al pecado hay que odiarlo a muerte, y no hacer las paces jamás con él. Cuando Dios nos ve luchando así, Él mismo nos da la victoria. Pero si nos limitamos a gemir: «¡Qué pecador soy!», se cruza de brazos y nos responde: «Tienes razón».
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