Celebramos hoy a los santos Simón y Judas, dos apóstoles que parecen perderse en la lista de los Doce, porque ambos tienen nombres repetidos. Si dices «Simón», piensas en Pedro. Si dices «Judas», piensas en el traidor. A Simón el Celote y Judas Tadeo les gusta pasar desapercibidos.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce. Sin embargo, cuando Jesús miró a los ojos a Simón el Celote y pronunció su nombre, él no tuvo la menor duda de que estaba siendo llamado por Cristo. Y lo mismo le sucedió a Judas Tadeo.
Ese momento en que descubres que Jesús te llama por tu nombre no lo olvidas jamás. No es –en contra de lo que algunos piensan– el momento de la llamada, sino el momento en que escuchas la llamada. La llamada, la vocación, nos acompaña desde el vientre materno. Comenzamos a existir el mismo día en que Cristo pronunció nuestro nombre y nos llamó a la misión con que hemos sido bendecidos. Pero un día, en diálogo con Cristo, nuestros oídos se abrieron y escuchamos esa llamada. Bendito día, en que supimos el motivo por el que hemos venido al mundo.
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