En ocasiones, cuando tengo delante a dos pipiolos vestidos de novios que están a punto de pronunciar sus votos matrimoniales, comienzo la homilía diciéndoles: «Estáis aquí, delante de Dios, porque estáis enamorados», y se miran con una carita que parece que me van a pringar de miel los bancos. Termino la frase: «pero no os queréis». Entonces me miran a mí, y me troncho de risa por dentro.
La homilía consiste en explicárselo. Estar enamorados es precioso, todo el mundo debería enamorarse. Pero, al fin y al cabo, es algo que no eliges, como una enfermedad buena que te embriaga el corazón. Cuando estás enamorado, te entregas sin querer, casi te están robando dulcemente la vida.
Pero amarse es querer darse. Esos pipiolos que tengo delante aún no se han entregado la vida, esa tarea está por hacer. Sus «te quiero» pesan poco. Tienen que pasar años, venir los hijos, y las enfermedades, y la vejez. Un solo «te quiero» de un matrimonio anciano pesa como mil «te quiero» de los jóvenes.
Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
Eso es el matrimonio: ir haciendo verdad el «te quiero» hasta el sello del último suspiro.
(TOB27)