Acordaos del joven rico: sus muchos bienes hicieron en él el efecto de un cepo que atrapó sus pies y le impidió seguir a Cristo. Siglos después, san Agustín escribiría en sus Confesiones: «Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían».
Dirijamos ahora la mirada a las santas mujeres de quienes nos habla san Lucas: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.
¿Veis la diferencia? Al joven rico, como al joven Agustín, las cosas creadas les impidieron seguir a Cristo. Las santas mujeres, sin embargo, servían a Cristo con sus bienes.
Y es que no se trata de tener o no tener. Se trata de adorar a Dios. Puede un pobre condenarse por no haber compartido el poco pan que tenía con quien era más pobre que él. Y puede un rico emplear sus riquezas en llevar a cabo la obra que Dios le encomienda. Quien adora a Dios todo lo pone a su servicio, y él mismo se entrega sin reservas. Quien adora a las riquezas queda cautivo de ellas para siempre.
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