¿Para quién pronunció Jesús el Sermón de la Montaña, para quienes lo escuchaban, o para nosotros? Desde luego, quienes lo escuchaban no pudieron entenderlo. Jamás nadie se había atrevido a decir algo semejante:
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Esto era insólito, revolucionario, ni los apóstoles lo asumieron. Lo escucharon, y después pidieron fuego del cielo para la aldea que no quiso recibir a Jesús o se pelearon entre ellos por los primeros puestos. En Getsemaní, el propio Simón cortó con su espada la oreja de Malco.
Nosotros creemos entenderlo. Los crucifijos nos lo han explicado. Pero, seamos realistas: llevado hasta sus últimas consecuencias, ese sermón nos convierte en los últimos de los hombres; en la basura del mundo, como decía san Pablo. ¿Estamos dispuestos?
Si lo que queremos es destacar, que nos traten bien, o que nos agradezcan lo que hacemos, somos incompatibles con el Sermón de la Montaña. Pero, si realmente queremos ser cristianos, no nos escandalicemos cuando nos veamos tratados como el propio Jesús.
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