Aquella tarde, en Cafarnaún, Jesús curó a muchos enfermos. Ya sabéis, lo que importa –dicen– es tener salud. Así que supongo que la mayoría de esos enfermos se alegraron muchísimo de haber recuperado la salud, y en adelante procuraron no fumar, no beber, mantener a raya el colesterol y hacer footing todos los días, a fin de no volver a perder el tesoro que habían recobrado.
Salvo, al menos, una persona: La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le rogaron por ella. Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose enseguida, se puso a servirles.
Para que luego digan de las suegras. Bendita mujer. Con gran finura de espíritu, se percató de que esa salud era un don recibido para entregarlo. Y, desde el primer momento, decidió entregar a Cristo lo que de Cristo había recibido. «Tú me has dado la salud, yo quiero gastarla en servirte». ¡Y nadie la ha canonizado todavía! Santa suegra, ruega por nosotros.
Porque tú, santa suegra, nos has enseñado que la salud no es para conservarla en formol y morirse después con una analítica perfecta, sino para entregarla al servicio de Dios y del prójimo.
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