Me troncho con las sacristanas de mi parroquia. Hace tiempo les expliqué que el altar no es una mesa, ni es lugar donde dejar los trapos mientras se limpia el presbiterio, porque el altar es tierra sagrada, y cuanto allí se deposita queda consagrado a Dios. Con humor, pero con verdad, dijo una: «Entonces, si dejo ahí el trapo, bajará fuego del cielo sobre el trapo y arderá como los holocaustos de la Biblia». ¡Exacto! Peor es explicárselo a los obreros que vienen a hacer reformas en el templo. Con esos omito lo del fuego; les dejo una mesa junto al altar y les pido que dejen las cosas allí. Ni caso. Y no baja fuego, qué lástima.
¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Venerad el altar. Mirad que la Misa comienza y termina, precisamente, con un beso a esa piedra, porque es territorio divino. De hecho, durante la misa, desplaza al mismo sagrario como centro de atención, y la reverencia al altar sustituye a la genuflexión.
Sobre ese altar depositamos cada día nuestras vidas, y el fuego del Espíritu baja del cielo y las une al cuerpo y sangre de Jesús. Bendito altar.
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