En el ambón desde el que predico tengo un pequeño reloj de pulsera, sin correa, pegado al metal del atril sobre el que reposa el leccionario. No es que me guste, lo detesto, es un tirano implacable, pero, si no le obedeciera, podría estar hablando de Cristo sin parar durante horas, y mis feligreses tienen cosas que hacer. Más me cuesta entender que sean los feligreses quienes miren el reloj. Porque, cuando lo miro yo, es para pensar: «¡Qué rápido se me va el tiempo!» Pero, cuando lo miran ellos, me temo que es para pensar: «¡Esto no acaba nunca!»
Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas. Simón Pedro hubiera tirado, no el reloj, sino el calendario. Se sentía –y estaba– en el cielo. ¿Para qué marcharse, si allí lo tenía todo, envuelto como estaba en la gloria de Dios y contemplando la hermosura infinita de Cristo? Para dar la vida. Aún había un Calvario al que ascender.
Cuando recéis, cuando vayáis a Misa, no vayáis a cumplir. Id a disfrutar, a gozar del Amor de Dios. Que se os hagan cortas la oración y la Misa. De otro modo, ¿cómo podréis disfrutar del cielo?
(0608)