La Resurrección del Señor

mayo 2023 – Espiritualidad digital

Vida interior

Cuando hablamos de «vida interior», normalmente nos referimos al alma. Pero ¡qué grandeza, la de la mujer que alberga una vida en su vientre! ¿Acaso no es eso, literalmente, vida interior? El vientre de la mujer es verdadero templo donde enciende Dios la llama sagrada del alma espiritual en la criatura allí concebida a su imagen.

María se levantó y se puso en camino deprisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Ahí tenéis a dos mujeres llenas de vida. Pero la santísima Virgen lleva a Dios en el vientre y el cielo en el alma. Quiso el Creador igualar la partida, y llenó también de cielo el alma de Isabel, quien se llenó de Espíritu Santo. Que empiece el baile, que salte en el seno Juan, que se abra la boca de su madre y profetice, que brote de sus labios el Avemaría: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¡Cuánto alboroto, qué sobria y divina embriaguez! Proclama mi alma la grandeza del Señor… Bulle el Magnificat, divino bullicio.

¡Cuánta alegría deja quien se acerca a los demás con el alma llena de cielo!

(3105)

Pero hay que cruzar un río

La magnífica miniserie «1883», de Taylor Sheridan, muestra a unos colonos europeos que buscan una vida nueva en Montana. Llevan toda su vida cargada en sus carros: muebles, ropa, enseres personales, instrumentos de música… Hasta que llega el momento de cruzar un río, el Brazos. Si queréis continuar, debéis dejarlo todo en la orilla, con ese cargamento no podréis cruzar, los carros se hundirían. No podéis llevar más que lo puesto y las provisiones. Imposible trasplantar la vida antigua a la tierra nueva. Elige. La vida antigua queda en una orilla: el piano, la cama, el aparador, el escritorio… Y la vida nueva comenzará desde cero, al otro lado del río.

Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Estas palabras, al hombre de hoy, le suenan extrañas. Vemos «1883» y pensamos: ¡Pobrecitos! Nosotros no somos así. No queremos renunciar a nada. Queremos seguir a Cristo y mantener nuestro nivel de vida, nuestras vacaciones, nuestros ahorros y nuestro tiempo de ocio. Los jóvenes no quieren ser sacerdotes, prefieren «vivir bien».

Nos hemos quedado rezando a este lado del río, mientras el Señor, acompañado de unos pocos, hace tiempo que cruzó hacia el cielo, que es mejor lugar que Montana.

(TOI08M)

La primera palabra del recién nacido

Hace más de tres meses comenzaba la Cuaresma. Y aquel primer anuncio, proclamado el Miércoles de Ceniza, nos mostraba, como un espejo, nuestro rostro marcado por la culpa. Nos vimos como pecadores, hijos de Eva y herederos de su maldición. Por eso, implorando a los cielos el perdón, nos entregamos a la penitencia, la oración y la limosna.

Pasó la Cuaresma, hemos atravesado la Semana Santa, hemos celebrado la Pascua y ayer, día de Pentecostés, recibimos al Espíritu Santo.

Terminadas las fiestas, hoy escuchamos: Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre… ¡Cómo se han transformado nuestras vidas en tres meses! Hoy, el espejo de la liturgia nos muestra un rostro muy distinto del que contemplamos el Miércoles de Ceniza. Somos hijos de la Iglesia, somos santos, somos hijos de la Virgen María. Es la gracia divina la que ha hecho esto, no nosotros. Nuestra Cuaresma fue lamentable, y nuestra Pascua ha dejado mucho que desear. Pero Dios, una vez más, ha estado grande con nosotros, y somos criaturas nuevas.

No hay mejor forma de estrenar nuestra nueva condición que con la palabra con que todo niño recién nacido abre por primera vez sus labios al mundo: ¡Mamá!

(MMI)

Un nuevo Pentecostés

Por favor, tómate muy en serio esta pregunta: ¿A cuántas personas que no creen has hablado de Cristo en la última semana?

Es increíble que me estés leyendo. Es increíble que yo esté escribiendo estas líneas. Es increíble que haya, en este mundo, miles de millones de personas convencidas de que un hombre resucitó hace veinte siglos. La Iglesia debería haberse extinguido en veinte años. Tras la muerte de Jesús, sus pocos seguidores estaban aterrados y escondidos, metidos en un cenáculo como un ratón en su ratonera, como la llama de un cirio bajo el cazo del apagavelas.

Pero, en Pentecostés, el Espíritu abrasó los corazones de aquellos hombres, haciéndolos salir como antorchas que incendiaron la tierra. Y, en tres siglos, el mundo era cristiano. Aquel fuego, con el paso del tiempo, cruzó el Océano y América fue pasto de las llamas.

Hasta hace poco más de dos siglos. Desde la Revolución Francesa, presos de una estúpida vergüenza, los cristianos nos replegamos en nuestros cenáculos. Salvando honrosas excepciones, ya no hablamos de Jesús más que en el templo.

¿A cuántas personas que no creen has hablado de Cristo en la última semana?

¿Cómo no pedir, a gritos, un nuevo Pentecostés?

(PENTA)

El mundo está lleno de personas

Os parecerá una tontería, pero a mí no deja de asombrarme. Detengo mi automóvil en un semáforo, en el centro de Madrid. Y cruzan ante mí decenas de rostros desconocidos. Cruzo un pueblo perdido del norte de España, y veo en sus aceras a una mujer joven con un niño. Subo al tren, y encuentro sentadas a más de veinte personas a quienes nunca he visto. Y pienso: El mundo está lleno de personas. Qué estupidez, ya lo sabemos. Pero tras cada rostro hay una historia, unos padres, un sufrimiento, unas ilusiones, un misterio. Todos son distintos, ni uno de ellos está repetido. Y sólo puedo asombrarme y rezar. Jamás podré desentrañar esos misterios habitados por la mirada amorosa de Dios.

Señor, y este, ¿qué? ¡Pobre Simón! ¿Cómo vas a desentrañar el misterio de tu hermano? Póstrate ante él, venéralo como a una imagen misteriosa de Dios, como a un cosmos infinito en miniatura, pero no quieras desentrañarlo. Quisiera decirte: «¡Métete en tu vida!».

Con mejores palabras te lo dice Jesús: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme. Ocúpate en ser santo tú. Y todas las personas que habitan este mundo se beneficiarán.

(TP07S)

Cuando no basta un «te quiero»

Una sola vez, en el Evangelio, dice Jesús a sus apóstoles que los ama: Como el Padre me amó, así os he amado yo (Jn 15, 9). Horas después de estas palabras, el Señor pendía de una cruz. Como era el Hijo de Dios, un solo «te quiero» salido de sus labios, y sellado después en el Madero, bastaba para llenar de Amor la historia de los hombres.

Con el hombre nunca basta un «te quiero». Somos volubles, fácilmente nos echamos atrás. Por eso a los enamorados les gusta escucharlo muchas veces. Y, también por eso, Jesús pidió a Simón que por tres veces respondiera: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

Avergonzado por el recuerdo de sus tres negaciones, Pedro puso tres «te quiero» donde antes había puesto tres «no lo conozco»: Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero. Y, tras cada uno de ellos, Jesús le pidió que lo sellara, como había sellado Él su «te quiero» en la Cruz: Apacienta mis ovejas.

Dile al Señor muchas veces que lo amas. Le gusta escucharlo. Pero escúchale tú también a Él cuando, tras cada palabra de amor, te responde: Apacienta mis ovejas. «¿Me quieres? Hazlo verdad. Tráeme almas».

(TP07V)

Dulce secuestro

Dijeron los ángeles a los apóstoles, mientras el rostro del Señor se ocultaba tras una nube: El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo (Hch 1, 19). De modo que Jesús «fue llevado» al cielo. ¿Por quién? Por el mismo por quien fue traído a las entrañas de la Virgen: por el Espíritu Santo. El mismo Espíritu que estamos a punto de recibir nosotros en unos días.

Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria. Y es que el Paráclito viene a «secuestrarnos» dulcemente para llevarnos al cielo. Y no va a fulminarte con un rayo para que, después de muerto, emprendas el viaje. Va a llevarte al cielo en esta vida, porque va a elevar tu alma sobre todo lo creado y la va a hacer reposar en Cristo. Mira lo que dice el Apóstol: (Dios) nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él (Ef 2, 6).

¡Qué gracia! En lugar de esperar al Espíritu diciéndole: «¡Libérame!», le esperaremos diciéndole: «¡Secuéstrame!». Ese dulce secuestro es nuestra liberación.

(TP07J)

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Más información
Privacidad