Uno pensaría que no es propio de Dios cambiar de opinión. Aristóteles tendría por absurdo que quien es acto puro y motor inmóvil estuviese sometido a mutación. Pero todo cambia desde que ese Dios se hace hombre. Su naturaleza humana está sometida a todos los vaivenes de la nuestra. Y esa naturaleza humana, ya resucitada y gloriosa, sigue experimentando las emociones que experimentamos nosotros, y que nos mueven a cambiar planes y romper expectativas.
Toda esta digresión filosófica aterriza en la primera aparición de Cristo resucitado a las mujeres. Su primer anuncio es: Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán. Por tanto, el plan previsto requiere de un viaje de tres días, por parte de los apóstoles, al encuentro del Señor. Pero… ¿tres días? Jesús no puede esperar tanto, está demasiado alegre, tiene demasiada prisa por encontrar a los suyos. Y ese mismo día, allí, en Judea, sin aguardar a que los apóstoles emprendan viaje, se aparece a los de Emaús, a Simón y, por la noche, en el Cenáculo, a los Doce. Es un resucitado impaciente.
Tanto mejor para nosotros. A poco que hagamos por buscarlo, lo hallaremos. Él ya nos está buscando.
(TP01L)