«¡Estamos en la gloria!», dijo Agapito a la una de la tarde de un día de primavera, sentado en la terraza de un restaurante, mientras disfrutaba el primer trago de una jarra de cerveza. «¡Camarero! ¡Otra de gambas!».
Claro, si eso es la gloria, como al camarero se le ocurra servirle a Agapito en bandeja un papel con las bienaventuranzas, lo manda del cielo al infierno en un minuto, y además se queda sin propina.
Bienaventurados los pobres… los que lloran… los que tienen hambre y sed… los perseguidos… Y Agapito, mientras se marcha airado del restaurante, llega a una conclusión irrefutable y definitiva: «¡Hay que fastidiarse! Todo lo que me gusta es pecado. Y encima, mañana es domingo y tengo que ir a misa para no ir al infierno. Espero que, al menos, en el cielo haya gambas».
Pero Agapito no conoce a Cristo. Y no se ha enamorado. Las gambas son todo su horizonte. Pobre Agapito.
Cuando Agapito conozca a Cristo y se enamore de Él, le sabrán mejor las gambas. Le sabrán mejor las lágrimas y el hambre. Le sabrá mejor la vida, y le sabrá mejor la muerte. Porque entonces entenderá que el Cielo es Cristo.
(TOA04)