En el año 431 tuvo lugar el Concilio de Éfeso, en el que se proclamó a María Madre de Dios. Fue la respuesta a la herejía de Nestorio, a quien le escandalizaba que una mujer pudiera alcanzar semejante dignidad.
Pero Nestorio se equivocaba en su escándalo. Lo realmente asombroso no es que una criatura hubiera resultado tan ensalzada, sino que Dios se haya abajado tantísimo por Amor.
La grandeza de Dios hace temblar. Su poder, por el que creó todo de la nada; la majestad con que abrió las aguas del Mar Rojo ante los hebreos; la voz divina que reventaba los tímpanos en el Sinaí… ¿Cómo podría un hombre acercarse a semejante grandeza sin caer fulminado? Nadie puede ver a Dios sin morir.
La pequeñez de Dios, sin embargo, hace llorar. Y así lloraba la Virgen, emocionada mientras conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Veía al Dios del Sinaí convertido en niño y temblando de frío, entregado a sus brazos en busca de cariño y protección. Lo ves tú, lo veo yo, humillado en la Hostia y entregado a nosotros en alimento. ¡Pero cómo, Dios mío, has podido caer tan bajo! ¿Tanto nos amas? ¿Y no lloramos?
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