La parábola de la oveja perdida tiene una puerta reservada a los disconformes. ¿Por qué el pastor abandona a las noventa y nueve para buscar a una sola? ¿Y si, cuando regresa con ella, descubre que las fieras han hecho estragos en el rebaño? ¿Habrá perdido a noventa y nueve para salvar sólo a una? ¿Es sensato obrar así?
Claro que no es sensato obrar así. Pero no es ésa la intención de la parábola, porque Cristo, el buen pastor, no abandona a nadie.
Al dejar a las noventa y nueve en el desierto, el pastor demuestra que ama a la oveja perdida y se desvela por ella como si no tuviera a nadie más a quien amar en este mundo, como si ella fuera su única oveja.
Así me quiere el Señor. Cuando sus ojos se posan en mí, me parece que Cristo no tuviera otra cosa que hacer en toda la eternidad que mirarme; que no hubiera criatura en esta tierra con quien tuviese yo que compartir su corazón. Me ama como si sólo yo existiese, y derrama en la Cruz toda su sangre solamente por mí.
El rebaño de Cristo no tiene cien ovejas; tiene una: tú.
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