Cuando recibimos la comunión sacramental, el cuerpo de Cristo y el nuestro se unen, y –siguiendo a san Agustín– es más el cuerpo del Salvador el que devora el nuestro que al revés, porque, por esa comunión, nuestros miembros resultan incorporados a Él.
También la escucha de la Palabra (con mayúscula, porque escuchamos al Verbo) produce una cierta comunión, o, mejor, una comunión cierta.
El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. Es preciso, para que esta íntima comunión tenga lugar, que escuchemos la Palabra con el corazón abierto, acogiéndola en lo más profundo del alma. No nos empeñemos en desentrañarla, o en extraer rápidamente consecuencias o propósitos de lo que hemos leído o escuchado. Más bien, dejémosla resonar en el corazón, incluso aunque no entendamos, para que la voz llene el alma, aunque el entendimiento quede ayuno. Ya vendrá, cuando le plazca, el Paráclito, y Él será quien os lo enseñe todo, y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
Cuando escuchamos así, la Palabra va invadiendo dulcemente el espíritu, que queda colonizado por ella. Y, con ella, vienen el Padre y el Amor.
(TP05L)