Entro en el templo. Hay cinco personas orando. Cuatro están mirando la pantalla del móvil. No pasa nada, no te extrañe. El móvil cumple ahora el papel que antes cumplía el libro; tú también lo usas, recuerda. Vale, no me enfado. Pero yo no tengo puestos los airpods, como esa señora. Déjala, estará escuchando una meditación. No sé…
Mientras avanzo por el templo, paso cerca de uno de los orantes y, disimuladamente, lanzo el ojo hacia su móvil… ¿Y ese chat que tiene abierto? ¿Está chateando con el Paráclito por WhatsApp? ¡Venga ya!
Son demasiados inputs. No podemos centrarnos en nada, rápidamente salta una alerta y hay que mirar hacia otro lado. Y, así, nada cala, todo queda en la epidermis.
El Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir. Y sé que su mandato es vida eterna. La palabra de Dios tiene tal poder que, si la dejáramos entrar hasta el fondo del alma, ella sola se cumpliría y nos santificaría. Pero, en el camino que va del ojo al corazón, siempre llega un mensaje que desvía nuestra atención, y la palabra se pierde. Así nos va.
Sin silencio, la santidad es imposible.
(TP04X)