Cuando aquellos discípulos increparon al forastero que les preguntaba por el motivo de su conversación, ni conocían el alcance de sus palabras, ni sabían que increpaban al propio Dios:
¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?
Y comentan: «Dios no lo ve, el Dios de Jacob no se entera» (Sal 94, 7).
A su manera, tenían razón. En ocasiones, cuando el mal clama por sus fueros y la angustia aprisiona al hombre, parece que el Todopoderoso no se enterara, que fuese el único forastero que no sabe lo que está sucediendo. Es, entonces, cuando el hombre se pregunta: «¿Dónde está Dios? ¿Acaso se tapa la cara para no enterarse (Sal 10, 11)?».
Son momentos terribles. Todos ellos nos llevan de vuelta al Viernes Santo, y a ese estremecedor Sábado en que parecía que Dios, dormido, era ajeno a la oscuridad que cubría el Orbe.
Pero, si mantienes viva la esperanza, después aparece y, como a los de Emaús, te lo explica todo, y te hace ver que era necesario. Entonces te arde el corazón, te alegras de haber padecido, y comprendes: Me estuvo bien el sufrir (Sal 119, 71).
(TP01X)