La Resurrección del Señor

Espiritualidad digital – Página 2 – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

El cielo al alcance del alma

Es preciso que nos convenzamos de que, una vez que Cristo, en su resurrección, ha hecho saltar en pedazos la muerte, el cielo está cerca, muy cerca de nosotros. No es fácil, seguimos imaginando el cielo como un lugar misterioso y lejano. Y es misterioso, sí, pero no lejano. Lo tenemos tan cerca que casi lo tocamos con el cuerpo y ya lo acariciamos con el alma. Durante la santa Misa, tan cerca de nosotros está el cielo que apenas nos separa de él un velo finísimo, la frágil apariencia de pan y vino. Pero en el alma en gracia el velo ha caído. Basta con recogerse en oración para entrar en los gozos del Paraíso.

Querían recogerlo a bordo, pero la barca tocó tierra enseguida, en el sitio adonde iban. Nos sucede como a ellos. Veían a Cristo caminar sobre las aguas, y les parecía que la orilla estaba lejos. Pero, apenas quisieron recogerlo, se vieron en la playa de repente.

Así nosotros. Jesús está a nuestro lado, notamos su aliento en nosotros. Pero, a la vez, Él está del otro lado, está en el cielo. Y, apenas queremos abrazarlo, somos nosotros quienes alcanzamos el Paraíso. Estaba aquí mismo.

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¡Canastos!

Me hace gracia la traducción oficial del Evangelio al castellano. Leo que, tras la multiplicación de los panes, los discípulos recogieron los pedazos sobrantes y llenaron doce canastos. Jajaja, perdonadme, pero, por mi edad, me acuerdo del Oso Yogui, cuando robaba los «canastos» de los excursionistas. También recuerdo los tebeos de mi infancia, donde «¡Canastos!» era una exclamación frecuente.

Y, con todo, esos «canastos» son el precedente de nuestros sagrarios. En ellos se guarda la reserva del Pan de vida, y frente a ellos aprendemos que la Eucaristía no sólo se come con la boca; también se come con los ojos. Igual que algunos enamorados se devoran con la mirada, así devoramos amorosamente al Señor cuando fijamos la vista en el sagrario.

¿Qué ves, cuando miras un sagrario? No es un televisor… ¿por qué pasas una hora entera con los ojos en él? Porque, aunque los ojos no ven nada, al fijar la vista en sus puertas, el alma se adentra, traspasa sus paredes, se introduce en el copón, taladra la apariencia de pan y se asienta en su Señor, realmente presente en el tabernáculo. Gozo yo más mirando a un sagrario que el Oso Yogui con todos sus canastos.

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Los que dejan bien a Dios

Prosigamos donde lo dejamos ayer. ¿Por qué sufrir con cariño y paciencia a quienes os odien por ser cristianos?

Entre otros motivos, por compasión. Quienes no conocen ni aman a Cristo tienen que vivir sin Él, y no es fácil vivir sin Cristo.

El mundo no se fía de Cristo ni de la Iglesia. En Cristo, sencillamente, no cree; y la Iglesia no le parece fiable. ¿Cómo va el mundo a fiarse de la Iglesia cuando le están gritando, en tantos medios de comunicación, que la Iglesia es un nido de corruptos y pervertidos anclados en tiempos ancestrales y enemigos del «progreso»?

De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Sin embargo, a la hora de la verdad, puede más el testimonio de un santo que todas las campañas mediáticas del Maligno. En el santo se comprueba que el cristianismo, cuando lo abrazas, te hace feliz y te levanta sobre todo. Pueden más diez minutos junto a un santo que diez horas de televisión.

Pocos ateos se han convertido leyendo. Pero muchos se convirtieron al conocer y tratar de cerca a un santo.

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Amadlos, aunque os odien

Ha habido épocas –no muchas– en las que ser cristiano estaba bien visto. Y la tentación, entonces, era la hipocresía. Muchos necios se hacían pasar por santos para ser populares, y también, por desgracia, algunos santos fueron tenidos por necios. En nuestros días, en Occidente, ser cristiano no significa, precisamente, ser popular. Y la tentación es la cobardía, el silencio con que muchos guardan su cristianismo en la intimidad para no ser etiquetados y poder gozar de popularidad.

No caigáis en esa tentación. No tengáis miedo de mostraros como cristianos, con naturalidad, sin rarezas ni excentricidades. Pero tampoco os extrañe que muchos, al saber que amáis a Cristo, os detesten. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.

Compadeceos de ellos y queredlos, no los juzguéis. Si se rebelan contra vosotros es, sencillamente, porque los dejáis mal; ponéis en evidencia su pecado con vuestra vida, y por eso os odian.

Haced con ellos como hizo el Señor. Tratad de redimirlos amándolos y sufriendo mansa y pacientemente su odio. Y evitad, a toda costa, buscar sólo la compañía de quienes comparten vuestra fe. Sed valientes.

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Nicodemo empanado

NicodemoImaginad la cara de estupefacción de Nicodemo al escuchar las palabras del Señor. En mi época (el siglo pasado), habríamos dicho que se quedó «a cuadros». Hoy dirían que Jesús «rayó» a Nicodemo y Nicodemo se quedó «empanado». Yo también quedo empanado cuando comulgo.

¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes? Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales?

Las cosas terrenas son las que pueden transmitirse en palabras. Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Todo ello, por misterioso que parezca, es terreno, como terrenos son los sacramentos. Hace referencia a esa parte de la tierra que Dios pisa para entrar dentro del hombre.

Pero ¿cuáles son las cosas celestiales? No os lo puedo decir. Son realidades inefables que transmite el Espíritu a las almas escogidas. Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena (Jn 16, 12-13). Las cosas celestiales las conocen quienes saben escuchar el silencio de Dios.

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Historia de un beso

No sabemos cuándo tuvo lugar aquel encuentro misterioso entre la Virgen y Gabriel. Lo que sabemos es que, en ese día sagrado, cielo y tierra se tocaron en secreto. Dios y el hombre se palparon mutuamente en el seno de la Virgen. Porque allí tomó carne la divinidad, y esa carne de Dios entró en contacto con la carne de la mujer de quien fue tomada.

Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.

Ese contacto íntimo, amoroso y secreto, ese «piel con piel», «carne con carne», durará treinta y tres años, durante los cuales Dios abraza, besa, impone las manos, toca la carne enferma de los leprosos y el cadáver de los muertos, acaricia el rostro de los niños y besa las mejillas del traidor. Porque, realmente, cuando el Verbo tomó carne en el seno de la Virgen comenzó un beso, un beso de Amor, de muerte y de vida, un beso terrible, el sello de una alianza nueva que llegará a su consumación con un terremoto en el Gólgota.

Que me perdone mi admirado Garci si le robo el título, pero aquel día sagrado comenzó la historia de un beso.

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La divina misericordia y las manos de los sacerdotes

El domingo de resurrección comenzó con una explosión de luz, y culminó, al caer la tarde, con un derramamiento de agua.

Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. En la versión que nos ofrece san Lucas, Jesús dice a los apóstoles: Se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén (Lc 24, 47).

Ambas declaraciones nos llevan a la misma imagen: Un río de agua que brota del costado de Cristo y recorre la Historia y el Orbe limpiando los pecados de los hombres. Y ese río pasa, siempre, a través de las manos de los sacerdotes. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados. Nadie, por más que lo pretenda, se confiesa «directamente con Dios». El caño de la divina misericordia en la Iglesia son las manos de los presbíteros. A ellas debemos acudir para beber de las fuentes de la salvación.

¡Bendita gracia, efusión de la divina misericordia! Ella limpia el pecado, llena de Dios el alma y nos convierte en templos. Y bendito sacerdocio, que convierte a hombres pecadores en dispensadores de tesoros celestiales.

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