La Resurrección del Señor

Fiestas de la Virgen – Espiritualidad digital

Lo que sólo la fe permite ver

Lo que los hombres vieron aquel día:

La Ley de Moisés preceptuaba que el sacerdote entregase a Dios al primogénito, mientras ofrecía en su lugar, como rescate, la sangre de un par de tórtolas o dos pichones. Se trataba de un aplazamiento, simplemente. El primogénito le pertenecía a Dios y, tarde o temprano, su propia muerte sería la consumación del sacrificio. Así, según costumbre, ofreció el sacerdote de la antigua alianza al Hijo de María.

Lo que los hombres no vieron aquel día:

Simeón y Ana, como hoy nosotros al inicio de la Misa, recibieron en el templo a Jesús con las candelas encendidas de dos corazones iluminados por la fe. Y entró en el templo, por vez primera, el propio Dios a quien estaba consagrado. La gloria de Yahweh llenó el santuario, como en otro tiempo llenaba la nube la tienda de Moisés. El verdadero sacerdote, durante esta ceremonia, no fue el levita que tomó en sus manos al Niño, sino el propio Niño. Y la sangre de aquellos animales fue prenda de otra sangre, la que ese Niño ofrecería por cada uno de nosotros. No fue el Hijo de María el rescatado. Los rescatados fuimos tú y yo.

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Las generosas entrañas

Santo Tomás de Aquino era muy listo y muy gordo. Nadie escribió, ni ha escrito después de él, con esa clarividencia a la hora de desentrañar los misterios de la Fe. Pero, al final de su vida, tuvo un momento de luz que le derritió el corazón. Entonces compuso los himnos a la Eucaristía que todos conocemos: el «Pangue Lingua», el «Ave Verum»… Y, en ellos, es incapaz de separar la carne eucarística de Cristo de la carne virginal de su madre. «Ave, verum corpus natum de Maria Virgine», «Fructus ventris generosi»…

Si el primer Adán fue formado de barro de la tierra y animado con el soplo del Espíritu, el segundo Adán fue engendrado cuando ese mismo Espíritu descendió a la carne de la Virgen. Al no concurrir semilla de hombre alguno, todos los rasgos genéticos de Jesús de Nazaret eran los mismos de su madre. El rostro de Cristo es muy similar al de María.

Miradlo en la sagrada Hostia; allí está el cuerpo nacido de María. Cuando comulgamos ese cuerpo y nos unimos a Él, nos encontramos tendidos en el pesebre, arropados y protegidos por la madre de Dios.

Hoy es un gran día para decir: «Mamá».

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“Evangelio

La esclava del Señor

guapísimaSanta Teresa escribió una de las más hermosas declaraciones de amor a Dios: «Vuestra soy, para Vos nací. ¿Qué mandáis hacer de mí?». Pero esas palabras eran eco de otras, brotadas de labios de la Virgen: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

¿Cuál es la historia de esa frase pronunciada por María? ¿Cómo se gestó en su inmaculado corazón? La mayor parte se nos escapa, porque la huella viscosa del pecado enturbia nuestra alma y la impide conocer con claridad el Amor de Dios. Poco a poco, la vida espiritual va limpiando esa huella y, conforme desaparece, el corazón atisba la dulzura de ese Amor. Entonces nos vamos llenando de cielo.

La Virgen, sin embargo, al ser inmaculada, percibió desde muy niña esa ternura y predilección de Dios por ella. Supo que el Altísimo la quería para Él, y ella se rindió, se entregó libremente. Tomó su vida en sus manos y se la entregó a Dios.

La esclava del Señor significa: «Te pertenezco, me has robado el corazón». Significa: «No debo hacer, sino ser dócil, dejarme hacer, obedecer». Significa: «Yo soy pequeña, pero tu palabra es poderosa, y hará obras grandes en mí».

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La que quiso amar como era amada

La fiesta de hoy tiene su origen en una escena del protoevangelio de Santiago, un evangelio apócrifo del siglo II muy querido por la Iglesia. Allí se cuenta que María, con tres años de edad, subió las gradas del templo de Jerusalén y se consagró a Dios.

¿Es histórico el relato? No necesariamente. Pero nos ayuda a entender las palabras de la Virgen al arcángel cuando supo que iba a ser la madre del Mesías: ¿Cómo será esto, pues no conozco varón? (Lc 1, 34). Ya sabéis que, en la Escritura, el «conocimiento» entre el varón y la mujer va referido a la relación carnal. Y que, según eso, la Virgen estaba manifestando un propósito, un voto de virginidad insólito en el Israel de aquellos tiempos, porque la virginidad, asociada a la esterilidad, se consideraba maldición para la mujer.

Y aquí es donde viene en nuestra ayuda el protoevangelio de Santiago. Esa escena, sea histórica o no, nos dice que María experimentó, desde muy niña, el Amor de Dios como un amor esponsal y celoso, y decidió entregarse a Él en cuerpo y alma. Así aprendemos que sólo amaremos a Dios perdidamente si conocemos primero cómo nos ha amado Él.

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Apóyate en mí

¡Qué preciosa alabanza, la que brotó de aquella mujer de entre el gentío!: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Es todo un canto a la Encarnación del Verbo y a la maternidad divina de María. Bendito vientre, benditos pechos, porque de ese cuerpo tomó cuerpo el Verbo divino. La carne que comulgamos cada día ha salido de ese vientre.

Y hoy, fiesta de la Virgen del Pilar, la contemplamos como la contempló el apóstol Santiago: subida a la columna, apoyada en la Roca. Esa pequeña imagen venerada en Zaragoza nos habla de la Virgen como la mujer fuerte a la que ensalzan las Escrituras. Su fuerza no viene de ella misma, sino del hecho de estar apoyada en Dios. Ella, María, es la casa edificada sobre la Roca.

Le dice al apóstol, y nos dice a nosotros, con su presencia sobre el Pilar: «No temas, apóyate en mí, que yo estoy firmemente apoyada en Él. Si te apoyas en mí, no caerás».

Un rosario, una mirada cariñosa a una imagen de la Señora, una jaculatoria tomada de las letanías lauretanas, el Ángelus rezado con pausa a mediodía, tres avemarías antes de dormir… ¡Bien apoyado!

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La dulce cadena que nos ata a la Virgen

Las modernas apariciones de Lourdes y Fátima están llenas de anécdotas relativas al santo Rosario. La Virgen parece empeñada en que lo recemos, y en que sepamos que le agradan nuestros rosarios. Cuando Bernardita, ante la Señora que se le aparecía en la gruta de Masabielle, intentaba pasar las cuentas de su rosario, no podía hacerlo si no las movía a la vez que la Virgen. Es gracioso, la Virgen pasaba las cuentas, pero era la niña quien rezaba; no iba la Virgen a rezarse a sí misma. Así sabíamos que ella lleva cuenta de nuestras avemarías. En Fátima, el pequeño Francisco había inventado un rosario «abreviado»: «Dios te salve María, Dios te salve María, Dios te salve María»… ¡Hala, así diez veces y un misterio! Y cuando Lucía pregunta a la Señora si Francisco iría al cielo, ella responde: «Sí, pero debe rezar bien sus rosarios». Era una humorada, un guiño de madre.

En todo caso, déjame decirte que un rosario mal rezado vale infinitamente más que el rosario que no se reza. Y un rosario bien rezado, contemplando los misterios, es oro.

Aunque lo reces mal, rézalo todos los días. Pero haz todo lo posible por rezarlo bien.

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Una intimidad de tres

Cuando te adentras en la meditación de la Pasión de Cristo, nada más cruzar la puerta te ves acogido en una intimidad de tres: Jesús, María y tú. No es que sobren Juan, María Magdalena y las demás mujeres; es que se convierten en espacio, y tú ocupas ese espacio. Por eso, su protagonismo se disuelve. Y estáis a solas los tres en medio de la noche.

Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre. Al tiempo que eres atraído a la intimidad con el Cordero, también eres creado como hijo de su madre. Y entiendes que no puedes adentrarte en ese misterio de dolor si no estás sostenido por los brazos de esa madre. Quizá me equivoque, pido perdón si es así, pero de corazón creo que la meditación de la Pasión de Cristo, sin la presencia de María junto a la Cruz, sería imposible para la sensibilidad humana. Ese abismo de dolor, sin el bálsamo de ternura de la Virgen, nos destruiría por dentro.

Porque, en la noche terrible del Calvario, Cristo está convirtiendo la Cruz en el centro del Cosmos y de la Historia. Pero la presencia de la madre convierte el Calvario en hogar.

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